Comentario
En un conflicto largo y complejo, en el que intervinieron muy variados contendientes, se entrecruzaron un haz de causas de carácter religioso, político y económico.
La guerra de los Treinta Años es una guerra religiosa, en la que estaba en juego la coexistencia de las tres religiones -católica, luterana y calvinista- con importante presencia en el Imperio y en Europa. A comienzos del siglo XVII, la situación interior del Imperio, aquietada tras la Dieta de Augsburgo de 1555, estaba de nuevo en ebullición. A pesar de la política religiosa conciliadora de Maximiliano II, el contrarreformismo se había extendido profusamente por los territorios Habsburgo desde que en 1550 el jesuita Pedro Canisio hubiese llegado por primera vez a Austria. El sucesor de Maximiliano, Rodolfo II, educado en España bajo la mirada de su tío Felipe II, alentó el contrarreformismo con un empeño que soliviantó los ánimos, tanto más cuanto que, abstraído en su propio mundo de alquimia y arte, no le acompañaban las mejores dotes del buen gobernante. En las tierras que, siguiendo la costumbre de los Habsburgo, los hermanos de Maximiliano II habían heredado de su padre -Fernando, el Tirol y el Austria anterior, y Carlos, Estiria, Carintia, Carniola y Gorizia- también habían desarrollado una activa política contrarreformista, al igual que otros Estados del Imperio, sobre todo Baviera.
A la vez que ganaba posiciones el catolicismo militante, lo hacía la Reforma. En Austria, los protestantes habían alcanzado un sólido papel en las dietas territoriales y las finanzas y habían entrado en contacto con los reformados de Bohemia y Hungría, y aun de Alemania. Pero, en general, se hallaban debilitados por las disputas entre calvinistas y luteranos.
Esta tensa situación religiosa ponía a prueba la paz conseguida en Augsburgo en cada sucesión de un principado eclesiástico: las guerras de Aquisgrán (1593-1598), de Colonia (1600) y de Estrasburgo (1592-1604) enfrentan a católicos y protestantes. El resultado es la formación de la Unión Evangélica, en 1608, por los príncipes alemanes protestantes, dirigida por el elector palatino, que cuenta con la ayuda de Francia, Inglaterra y Provincias Unidas. Como respuesta, en 1609, los católicos se unen en una Liga, por la iniciativa de Maximiliano de Baviera.
Junto a las tensiones religiosas coexistían las derivadas del enfrentamiento entre fuerzas centrípetas y centrífugas en el imperio, reproducidas en el seno de los Estados patrimoniales de los Habsburgo. Los sucesores de Maximiliano II no sólo no tenían la habilidad requerida para tratar los deseos autonomistas de sus súbditos, sino que demostraron una especial torpeza para tratar temas tan delicados. De este modo provocó Rodolfo II la sublevación húngara de 1604-1606, al decidir que las Dietas locales no tenían atribuciones sobre asuntos religiosos e imponer fuertes medidas represivas contra la herejía, medida imprudente teniendo en cuenta que en Hungría sólo restaba una pequeña minoría fiel a Roma. La misma intransigencia manifestó Matías I al incumplir las promesas de autonomía religiosa a los bohemios, reflejadas en la ratificación de la Carta de Majestad, otorgada en 1609 por su antecesor Rodolfo II.
La debilidad manifestada por los Habsburgo contribuyó a la extensión europea del conflicto. Por un lado se encontraba España, inquieta por el desfallecimiento progresivo de la rama austriaca, cuya alianza necesitaba para mantener la comunicación entre los eslabones de la cadena interrumpida que formaban sus territorios de Milán a los Países Bajos. Con la Tregua de los Doce Años a punto de expirar, la necesidad de asegurar el camino de sus tropas se hacía perentorio.
La política francesa se encontraba en permanente alerta para crear dificultades a sus enemigos Habsburgo. La regencia de María de Médicis, tras el asesinato de Enrique IV en 1609, obligó a un acercamiento a la España católica. Sin embargo, a pesar de las diferencias religiosas, el apoyo de Richelieu, artífice de la política francesa desde 1624, a los príncipes protestantes era el fin natural de una política exterior que tendía siempre a herir a su principal enemigo, España. El control que, de forma directa o indirecta, ésta ejercía sobre la mayor parte de Italia, va a convertir a la península italiana en el escenario favorito de los enfrentamientos franco-españoles, sobre todo el Norte, dada la situación geográfica del ducado de Milán, clave para las comunicaciones entre las diversas partes de la Monarquía española.
Tampoco los problemas en el área báltica resultaban ajenos al Imperio, algunos de cuyos Estados eran ribereños y mantenían estrechas relaciones, sobre todo económicas, con los países escandinavos. Los intentos españoles de estrangulamiento del comercio holandés en el Báltico acabarán involucrando a Suecia y Dinamarca, ya que los holandeses eran los principales abastecedores de sus respectivas Cortes y aportaban la mayor parte de los derechos aduaneros que cobraba el rey danés. Por otra parte, la extensión de la Reforma luterana será un nuevo factor de unión entre ambas orillas.